Porque hay que saber ponerle fin a las cosas.

Viernes tranquilo.

And don´t forget it, you promised to record to me this song.


"Y la vida pasó, como pasan las cosas que no tienen mucho sentido”

Y Sabina murió, ahogado en aspirinas y alquitrán.


Ayer estuve en un mercado. Uno de esos mercados de valles fríos que se forman cuando las mujeres montañosas bajan a la plaza –siempre es la misma plaza- a vender mantequillas caseras a siete euros y chorizos de cerdo conocido a trescientes pesetes la unidad. “Esto nun lo encuentra por ahí, lo bueno hay que pagalo”.
Ahora conviven con ecuatorianos itinerantes, las viejas de la plaza, que venden gafas de sol a diez euros y fundas de móviles a dos. No le vaya a coger frío, oiga, lo absurdo hay que pagarlo.

Mi compañera de piso es ecológica. Yo comienzo a serlo. Pienso en mis ademanes soberbios de niña de ciudad consentida. Ahora compro comida ecológica…
Y mi abuela que pasó tanto hambre. Ella a quien la pequeña huerta dio la vida. Ella que mató conejos y destripó corderos. Ella que cree que los tiempos avanzan, que se empeña en que cambie de coche, que me compre un piso, que tire esta ropa tan vieja.
Ella, toda arrugada y encorvada, que no sabe que ahora está de moda y es ecológica. Pobre, mi abuela, que compra a precio de oro en Hipercor lo que antes trocaba con la vecina de al lado. Pobre, mi abuela, que ahora le da miedo el colesterol y las hamburguesas del Burguer King, “que me han dicho en la tele que te matan”.
Pobres los que vengan que no sabrán que lo que antes era de pobres, ahora está de moda y es de ricos.

El siglo XXI es capaz de las más sutiles perversiones. Pobres, pobres de nosotros, diminutos peones demodé.

La vida pasa en un instante. Un instante diminuto o gigante, que se atraviesa en la garganta o fluye como si tuviera claro cuál es el camino a seguir. Como si siempre lo hubiera sabido. A veces nuestros instantes saben más que nosotros mismos, nos arropan como padres amantísimos, susurrándonos al oído que todo va a salir bien.
Ellos sabían, mucho antes de que os conociera, que nos haríamos amigos, sabían que superaría los obstáculos normales en la vida, que amaría, que me gustaría esa película, que sería capaz –por fin- de cocinar sin quemarme y de terminar de leer ese libro que antes me costara tanto.
Nuestros instantes siempre saben más que nosotros mismos, o quizás no somos conscientes –verdaderamente conscientes- de lo que sabemos hasta que no podemos concretarlo en algo tan tangible como un instante.
De un modo u otro, todo termina siempre solucionándose en el momento adecuado. No antes, no después, sino en el único instante posible.

Encontré el reloj el mismo día que quedamos en vernos. Lo abroché alrededor de mi muñeca izquierda, aunque yo no lleve reloj. Todo el mundo sabe que no llevo reloj. Dejé de usarlo cuando aprendí a saborear los minutos sin medirlos, sin cercarlos, sin encerrarlos bajo un tic tac de esfera sumergible. O quizás lo tiré cuando nos separamos y nunca más tuve valor para ponerme otro. No lo sé… ya no lo recuerdo.
Pero lo encontré y me lo puse, aunque haya dejado de ser hermoso. Él también se dio cuenta, los colores se han desgastado tanto que la correa ya es casi blanca. De un blanco sucio tintado de los recuerdos verdes y amarillos que un día fueron preciosos.
Cuando salí de allí, volví al regazo de mi barrio, a las sidras de la esquina, siempre las mismas desde hace tantos años. A los rostros familiares, a los abrazos amigos, a la complicidad de lo conocido, de lo cotidiano. Ch. nunca entiende porque me siento tan cómoda entre bloques y coches, no ve que hay días en los que aún puedo escuchar a la ciudad. Días en los que sé que ella me escucha a mí y sigue siendo capaz de comprenderme.
Eché un vistazo a la correa, tal vez él tenga razón y debiera cambiarla. Me lo quité pensando en el abrazo -también desgastado- que nos dimos, como si los colores no hubieran desaparecido nunca. E. me pegó con una revista “baja de las nubes nena”. Y lo hice, aunque no sin antes guardarme unas cuantas en los calcetines.
Hay personas que nunca se van y colores que siempre permanecen vivos.

Hace un tiempo, no mucho, conocí a una mujer que tenía un mundo. Sí, un mundo entero, sólo para ella. Puede parecer excesivo tanto despliegue de medios para una sola persona. No obstante, hemos de tener en cuenta que ella era grande "¡Tan grande como una vaca!", además de miembro ilustre de la realeza. Si no están convencidos aún de que ambas características sean suficientes para justificar la posesión de miles de hectáreas, de lagos, tierras, campos y desiertos -mientras su piso de usted no pasa de los sesenta metros cuadrados- le daré una última y lapidaria explicación: fue ella misma quien lo creo.
Cada árbol, cada hormiga, cada gota de agua surgió de su vientre frágil y callado. Cada contracción se dolía de la muerte y creaba la vida.
La maternidad, bien lo saben ustedes, hace sentirse propietario de lo nacido, por eso todos nosotros le pertenecíamos. A veces, aún le seguimos perteneciendo, aunque se haya llevado su mundo en la maleta.
Tengo tanto que contarte. Baste por ahora decirte que me he vuelto censora de palabras ajenas, que he expulsado a extraños de este mundo. Sí, yo también tengo un mundo, bien lo sabes, al que huyo cuando la vida se queda atravesada en la garganta.
Baste con rogarte que intuyas que este robo es explicable, tanto como necesario. Baste con apelar a tu entendimiento. Al fin y al cabo desde el principio hasta el último suspiro, hasta la última tos, tú siempre has sido capaz de comprender.

Requisitos

Habréis
de cortaros el pelo para venir a verme
de descalzaros para entrar en mi casa
de encender el fuego para hacer la comida
de cantar con voz suave las canciones pasadas de moda
de abandonar las cosas que nos hicieron daño
de hacer preguntas difíciles
de responder preguntas difíciles
de bañaros desnudos
de inventar lugares donde podamos vivir
de leer poemas
de recordar mi voz cuando no hablo
de no perder la fe

Hay personas -sobre todo mujeres- capaces de hacer varias cosas a la vez: llevan la casa, se forjan una carrera laboral, crían una prole consentida y están siempre divinas y maravillosas.
No tienen canas y están orgullosas de sus arrugas, aunque se echen cremas, que una cosa es la dignificación de la vejez y otra bien distinta estar como una pasa.
Viven en permanente estado de alerta, aplicando la sostenibilidad a ese hogar decorado con estilo y sin gastar en exceso.
Hacen el desayuno mientras le pasan la lección a sus retoños, escuchan los problemas laborales de su pareja, repasan su propio trabajo mentalmente e intentan averiguar a base de intuición visionaria si el capullo de su jefe tendrá hoy uno de sus días malos o no. Seguramente también estén escribiendo un libro en sus ratos libres y pasen los fines de semana plantando manzanos para compensar el famoso efecto atomorporsacoelplaneta.

¡Miren niños y niñas! ¡Paseeen y veeeean! ¡En exclusivaaaaaaaa el circo del nueeeevoooo siglooooo! grita un enano con chistera negra, bigotes ridículos y sonrisa amarilla.

¡PASEN Y VEAN! y se abre un telón de rallas de colores, el día desaparece ahogado por la costra de polvo de la lona, atisbas el interior ansioso de la luz que nunca llega. "Pase, pase usted, no se quede en la puerta, no tenga miedo".

Y pasas. Y paso. Pasemos juntos, aunque sí tengamos miedo. Mira las luces de colores, artificiales sí, pero qué importa, son bonitas ¿no crees?. ¿No? ¡Oh vamos! el sol ya no existe, no te aferres más.
Titi tiriririrtititit Titi tititiriri ririri ¡En la pista central daaaamas y caballeeeeerooooosss! ¡Mirenlaaaaaaaaaa! ¡ Es la suuuupermujeeeeer! ¡Ella pueddde con tooodo lo que le echeeeen!, ¡prueben prueben no sean tímidos!.

Esa sonrisilla macabra me está poniendo nerviosa. Y ¿por qué pronuncia así?, ¿no te pone histérico?.
Aquí mi acompañante ya no oye más que al enano del traje roído, ya no ve más que a la mujer que ocupa el centro de la pista: ojerosa pero digna, magistralmente magnética, absolutamente poética.
Una lluvia de palomitas rancias y cacahuetes mohínos atraviesa el aire que no circula. Por dios el aire ya no está, ya no hay aire. Sólo una mujer, en medio de elefantes sin colmillos, que resiste erguida el envite de los niños malcriados, de los hombres despechados, de las damiselas despiadadas. Siente como la sal le entra en los ojos, pero no llora. Los cacahuetes se cuelan en sus zapatos, pero no dejará de caminar.
El público ríe divertido y lanza sus miserias dulces y saladas. Y ella permanece irradiando tanta fuerza que yo también me quedo hipnotizada. Me ha mirado y ahora tampoco puedo respirar. Me doy cuenta, por primera vez, de que es hermosa aun sin que le dé la luz del sol. Espera. Ella es la luz del sol. Una sonata inunda el espacio y me devuelve a la vida. No hay aire pero respiro a Mozart. Alza los brazos hasta la altura de sus hombros con sus palmas hacia arriba esparciendo paz, liberando calma, retando a la oscuridad. Nos reta porque ella es el sol. Camina lentamente frente al gentío. Sus ojos se clavan en todos y cada uno pero nadie le resiste la estocada porque ella es el sol y el resto son tinieblas.
Mira al enano grotesco, a los domadores, a las bestias. Los tigres bajan también la cabeza. Sale por la puerta y la música da paso a un silencio atronador. Se lleva la luz y la música. Ella es la amante, la amiga, la profesional, la esposa, la ama de casa, ella es todas las mujeres. No,no... claro... no es una mujer... es el sol y lleva la luz y la música en los bolsillos.
Nosotras sí, nosotras somos mujeres aunque tengamos que fingir que también tenemos música y luz en los bolsillos.
Tendremos que aprender a vivir sin tener miedo en el centro de la pista porque ella es Eva, la primera mujer de la nueva Era y todas seremos a su imagen y semejanza. Desde ahora, hasta que no podamos más, hasta que caigamos exahustas en medio de este circo gigantesco.

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